Una Palabra
y el mundo conocido se deshizo.
No fue un sonido, fue un temblor subterráneo,
una grieta por donde se coló
el río oscuro y tibio que yo guardaba.
Esa palabra—
fue una llave girando en una cerradura antigua.
Abrió la habitación prohibida,
aquel jardín de frutos húmedos y sombras danzantes
que sólo crece bajo la luna de la piel.
Una sílaba, apenas un suspiro,
y mi boca se llenó de la miel espesa del deseo.
Mis huesos olvidaron su rigidez,
mi sangre comenzó a cantar esa canción ancestral
que sólo reconoce el eco de tu nombre.
Fue la caricia que precede a la caricia.
El mapa que dibuja el territorio antes de que la mano lo recorra.
En ese sonido breve se encerraba
todo el calor de la tierra,
todo el vértigo de la caída.
Una sola palabra.
Y supe que el único lenguaje verdadero
no se escribe con tinta,
sino con este fuego lento que recorre
los lugares secretos que sólo tu voz encuentra.
Y ahora, habitada por su eco,
ya no soy una mujer de carne y hueso.
Soy el espacio que aguarda,
la ofrenda que se consume
en el altar circular de tu boca.



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