Estado de las Cosas
Ya no espero.
La casa ha aprendido a guardar un silencio distinto,
uno que no es paz, sino el hueco exacto
donde antes resonaba tu nombre.
El café en la taza se enfría
y yo observo cómo el vapor,
ese último aliento del calor,
se desvanece sin que nadie lo impida.
Mis manos repiten los gestos:
abrir la ventana, regar la planta que ya está muerta,
poner un plato en la mesa que siempre queda demasiado grande.
Son ritos vacíos, monedas sin valor
en un país que ha dejado de existir.
He comprendido.
No es que te hayas ido por la puerta,
es que te has disuelto en el aire que respiro,
te has vuelto la cualidad de lo que falta.
Eres la forma del vacío en mi cama,
el peso livianísimo de la almohada a tu lado,
el eco de un péndulo que ya no oscila.
Y yo soy esta taza con una grieta,
el agua que se escapa sin hacer ruido,
ésta mujer que habla sola en la cocina
fingiendo que una sombra es compañía.
El amor fue un espejismo hermoso y cruel.
Ahora sólo queda la costumbre de la herida,
el aprendizaje lento de vivir en la orilla
de un mar que nunca más traerá tu barco.
Así es la desesperanza:
un saber tranquilo y amargo,
como la sal en los labios
después de llorar un océano entero.
Ya no lloro.
Sólo miro el reloj y acepto



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